CUATRO DECADAS DE ESTATUTO DE AUTONOMIA: LO QUE DEBE CORREGIRSE
Por JOSÉ RAMÓN SAIZ
03-02-2022
15 de abril de 1982: toma de posesion del primer Gobierno de Cantabria en el despacho del Presidente.
Por JOSÉ RAMÓN SAIZ FERNÁNDEZ
SE HAN CUMPLIDO cuarenta años de la entrada en vigor –el 31 de enero de 1982- de la ley orgánica del Estatuto de Autonomía que se fundamentó inicialmente sobre dos pilares que se han visto, a mi juicio, deteriorados con el discurrir del tiempo: eficacia y austeridad o, si quieren lo dejamos en hacer las cosas lo mejor posible y al menor coste. Cuando he citado estos dos principios es porque ese deterioro que estimo negativo para la propia imagen y valor de la autonomía, debe ser abordado sin temor desde la propia seguridad de lo que realmente significa el Estatuto de Autonomía y la existencia de Cantabria como comunidad autónoma.
Cantabria y Estatuto parten de un hecho, estimo que trascendental, como representaron las primeras elecciones democráticas celebradas el 15 de junio de 1977, que en la provincia de Santander ofrecieron una amplia victoria de Unión de Centro Democrático (UCD), partido liderado por Adolfo Suárez, que obtuvo seis de los nueve escaños en litigio (al Congreso y Senado), elegidos por sufragio universal. Fue esta la puerta que abrió un nuevo futuro para nuestra tierra, comenzando las primeras reuniones en el objetivo de elaborar una propuesta de autonomía para la provincia cántabra. Hay que recordar que ninguno de los tres partidos –UCD, PSOE y AP- que obtuvieron representación en las primeras Cortes democráticas había hecho expresa declaración a favor de la autonomía. Solo se posicionó a favor de Cantabria-región –y es justo reconocerlo- el Partido Comunista de España.
Entre las elecciones del 15-J y la aprobación de la Constitución en 1978 se fue decantado la idea de un Estatuto de Autonomía que caló principalmente en dos partidos con fuerte apoyo electoral, UCD y PSOE. Al tiempo, las elecciones legislativas y las municipales de 1979, reforzaron este panorama y los dos principales partidos, que sumaban más del setenta por ciento de apoyo electoral, se inclinaron por un Estatuto diferenciado, de tal manera que ideas de democracia y autonomía se asociaron hasta el punto de parecer consustancial el acceso a la democracia con la descentralización, en un alcance sin definir, de la administración estatal. Y así, conjugando la reacción, por un lado, contra el abandono en la primera mitad de los setenta de las infraestructuras con la oportunidad, por otro, de crear una comunidad uniprovincial, decantaron definitivamente el proyecto autonómico para Cantabria del que cumplimos ya cuarenta años.
En este tiempo –seis años de menos que el sistema democrático- el autogobierno ha tenido de todo, incluyendo un malestar favorecido por el desafecto de los ciudadanos hacia la política en general. No hay más que escuchar a ciudadanos o leer las encuestas para darnos cuenta que hay principios que se consideraron inmutables en 1978 –que no la democracia, que no la autonomía- están hoy cuestionados por una parte de la ciudadanía. Quizás este cuestionamiento pueda representar una oportunidad para corregir errores, que sin duda los ha habido.
De aquellos años ilusionados, hemos pasado a cierta indiferencia, cuando no a opiniones críticas que, sin embargo, no cuestionan por el momento lo principal. Podría afirmarse que residiendo en nuestras instituciones –Gobierno y Parlamento- muchos de los sueños, las intenciones y las esperanzas, poco a poco se han ido rebajando. De una autonomía de andar por casa, austera, se ha pasado en estas cuatro décadas a consolidarse una estructura de asesores, cargos de libre designación, coches oficiales, gastos de protocolo y sueldos que han hecho que todas las actividades públicas en la autonomía estén hoy profesionalizadas, todo lo contrario de las bases que fundamentaron el origen de nuestro autogobierno.
Este es uno de los errores que se deben corregir. La Administración autonómica se ha convertido en una losa burocrática que jamás pudimos imaginar. Dicho de otra manera: esta no es la autonomía (la burocrática que es contraria a la eficiente) por la que muchos apostamos en los años finales de los setenta, coincidiendo con la aprobación de la Constitución de 1978. Hablamos, sí, de reformar la Administración pero partiendo de la siguiente reflexión: muchos puestos autonómicos son esenciales, algunos ya no hacen falta y otros están por inventar. Adaptarlos a la realidad no los condena: los salva. Y de paso mejorarían la vida de los ciudadanos de Cantabria.
Jamás escuchamos en aquél tiempo (en la calle) que se reclamara un Parlamento profesionalizado o que no sólo tendríamos directores generales de libre designación (al principio eran funcionarios de carrera), sino también subdirectores generales, asesores y un largo etcétera de nóminas. Se ha convertido la comunidad en una mastodóntica burocracia que tristemente no es más eficaz que cuando el centralismo tenía que resolver. Esto vale para otras administraciones convertidas por los políticos (que no gestores) que en el caso de Cantabria han convertido la autonomía en un chiringuito (su chiringuito) en el que los administrados tenemos que pagar sus excesos.
Lamentablemente en Cantabria no se están aprovechando las posibilidades de la autonomía para construir servicios que funcionen eficazmente. No. Han atizado aun más la burocratización y así nos va. En tiempos de crisis como los actuales, la austeridad y la mesura serían obligadas, pero el derroche nos parece inaceptable. Y los derroches están a todos los niveles del Estado.
Puede que sea pedir lo utópico, pero nos vendría muy bien reencontrarnos con un proyecto común que mire a los orígenes de eficacia y austeridad. Durante muchos años, el diputado regional percibía una asignación –en 1982-83 era de siete mil pesetas- por asistencia a actos parlamentarios. No había coches oficiales –salvo el de los presidentes de la Comunidad y de la Asamblea Regional- ni tampoco asesores, al tiempo que todos los altos los cargos procedían del cuerpo funcionarial que ejercían de secretarios técnicos y directores generales. Nada se sobredimensionó y en los primeros presupuestos autonómicos el porcentaje de inversión estaba en un 65 por ciento, que ha caído cuarenta años después a la mitad.
No cito casos, por no herir susceptibilidades, sobre otro grave dislate en estas cuatro décadas, como el de la corrupción política basada, a mi juicio, en realizar promesas temerarias por su ambición que pasado el tiempo se han ido arrinconando y abandonando. Si repasamos la prensa cántabra de finales de los setenta y principios de los ochenta, encontraremos muchas promesas traicionadas, por no señalar las que basaron en el desarrollo industrial y ganadero (es decir, en el progreso en general) si escogíamos la vía autonómica al calor y la vibración de lo nuestro, lo cántabro. Esa corrupción política ha sido enorme y solo invito a confirmarla acudiendo a las hemerotecas.
Si hace medio siglo el mensaje de los ministros del régimen franquista se basaba en anuncios triunfalistas sobre una hipotética llegada de la hora de la Montaña –Silva Muñoz, Fernández de la Mora o López Rodó, fueron ejemplos- los cuarenta años han representado caer en errores en los que nos hemos empecinado y el lastre de cierto retroceso en números económicos, que no permiten realizar un balance más o menos exitoso de este tiempo tan histórico para Cantabria. Estamos a tiempo ya que la andadura autonómica será larga.
Es importante, por tanto, reflexionar sobre nuestros valores y encontrar aquellos refugios que sean más seguros y firmes para nuestro futuro en común. Los que fuimos, debemos resistir ante el vendaval de los que nos niegan, pero siempre por la vía de recuperar prestigio para este proyecto común que representa nuestra autonomía.
Recorrer este camino en Cantabria exige actuar con coherencia, generar confianza y transmitir credibilidad. La coherencia se demuestra haciendo lo que se dice y no cacareando con demagogia lo que luego en realidad nunca se desea hacer. La confianza se gana sin aversión a asumir los errores, única manera de determinar las cosas que jamás pueden repetirse. Finalmente, la credibilidad se recupera manteniendo un discurso sólido y coherente, no de conveniencia. Pongámonos todos, sus señorías y pueblo en general, a cooperar en la faena.
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