MARLASKA Y LA SEDICIÓN
Por GABRIEL ELORRIAGA
Cuando Pedro Sánchez nombró su primer Gobierno solo tres o cuatro ministros fueron valorados como solventes por la opinión pública. Uno de ellos fue Fernando Grande-Marlaska. No padecía de partidismo sectario sino que era un jurista. Como magistrado había demostrado ánimo justiciero frente a la banda etarra y las fuerzas de seguridad del Estado se habían sentido respaldadas en su lucha contra los crímenes terroristas. Su designación como ministro del Interior encajaba con su perfil de hombre de Estado que podía contar con el respeto de la oposición.
Porqué se destruyó aquella imagen es uno de esos misterios profundos de la intimidad personal. Cuando pasó de la esfera judicial al papel de guardián del orden público comenzó a desdibujarse a la vez que se exhibía estrafalariamente entre el feminismo irresponsable de los días de incidencia de una pandemia anunciada. Cuando puso toda su diligencia en suavizar las circunstancias penales de los presos etarras no se pensó que se había reblandecido su corazón sino que se veía obligado a seguir una estrategia del presidente Sánchez para asegurar el voto parlamentario favorable de la mayoría Frankenstein. Sus relaciones con los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, que son sus brazos operativos, no establecieron vínculos de afecto más allá del imperativo disciplinario. Nadie sabe por qué nombró directora de la Guardia Civil a una señora con ninguna característica que le permitiese alimentar la confianza entre el ministro y la Benemérita.
En el declive de su fama ocurrió el asalto a la valla de Melilla que provocó tragedias, hasta cierto punto imprevisibles, que fueron resaltadas fotográficamente por un reportaje extranjero jaleado por los parlamentarios separatistas catalanes y vascos que prestan apoyo al Gobierno del que forma parte Marlaska, menos preocupados por la defensa de las fronteras españolas que piadosamente irritados por las víctimas del choque, unas pobres personas a las que se titula ligeramente como simples emigrantes aunque no pertenecen a la emigración legal ni a la ilegal pacífica y angustiosa de gente que se lanza al mar en embarcaciones inseguras fletadas por una mafia y es rescatada, en ocasiones, por el salvamento marítimo cuando no contribuyen a poblar ese cementerio marino doloroso de náufragos desesperados. Estos de Melilla eran una horda de asaltantes de una frontera nacional, armados de hachas, estacas y sierras radiales, concentrada para derrumbar, como se ha visto en el citado reportaje, esa débil estructura que Marlaska configuró insuficiente en anteriores visitas pero que no ha sido reforzada ni replanteada, y tiempo ha habido, como tampoco han sido adecuadamente reforzadas las unidades de la Guardia Civil que afrontan estos asaltos sin las defensas adecuadas y con los cascos rotos por unas pedradas. Mal por Marlaska, porque es su deber defender la frontera de España y de Europa con más previsión y, si es preciso, con más energía y no confiando en que le quite las castañas del fuego la gendarmería marroquí. Acaso estas tragedias puedan perdonarse como gajes de su oficio de ministro del Interior. Quizá se deba ser benévolo con los subterfugios y mentiras de Marlaska considerando que cumple una misión difícil y desagradecida al servicio de la seguridad de los españoles. Otro servicio más es no dimitir sino asumir los riesgos y críticas ante sucesos penosos pero, quizá, inevitables en el contexto en el que se produjeron. Si Sánchez considera conveniente cesarlo que lo haga por su cuenta y riesgo y con su propia responsabilidad personal de intercambiar favores con Marruecos.
Lo que no se puede perdonar al jurista Marlaska es que no dimita y no haga frente a un Gobierno dispuesto a borrar el delito de sedición por vía rápida, reformando el código penal a gusto de los delincuentes sentenciados y a disgusto de sus juzgadores. La nueva figura penal de “desórdenes agravados” es como sí los hinchas de un equipo de futbol borrachos arrasaran las calles y se produjeran heridas entre manifestantes y policías. Suponer que proclamar el incumplimiento de la Constitución y la ruptura de la unidad nacional en un edificio público, convocar un referéndum ilegal y fugarse de la justicia un presidente de Comunidad y máximo representante del Estado en la misma puede considerarse un “desorden agravado”, no puede ser una calificación aceptada por un ministro responsable del orden público procedente de la judicatura. Ahora tiene el ilustre magistrado la oportunidad de dimitir en defensa de la arquitectura jurídica del Estado y de limpiar su toga de adherencias abominables, librándose a tiempo de las futuras responsabilidades que le corresponderán competencialmente de reprimir “desórdenes agravados” con sus antidisturbios operativos y la legalidad debilitada.