LAS DANZAS RUSAS DEL PRÍNCIPE VLADIMIR
Por GABRIEL ELORRIAGA
A las fuerzas armadas de Putin se le hunden los barcos sin intervención ucraniana, se le revientan los carros de combate misteriosamente y sus batallones se retiran estratégicamente del camino de Kiev para concentrarse en una ofensiva en Donbass que también se desarrolla a paso lento. Parece un ejército de Gila que no ataca todos los días por falta de balas, aunque cuando lo hace aplasta todo con execrables crímenes contra la humanidad. A la humanidad entera amenaza Vladímir Putin con un misil balístico intercontinental llamado Sarmat con bombas nucleares en racimo que parece una lata de espárragos, con una impresentable chulería frente a quienes nunca han amenazado a la nación rusa. En estas circunstancias se produce la visita de Pedro Sánchez a Ucrania, donde España ha hecho efectiva cierta ayuda militar a pesar de que no todo el Gobierno de Sánchez piensa de la misma manera ni que tampoco el presidente haya recabado el acuerdo de la oposición para constatar que ostenta la representación de la mayoría de los españoles. Putin argumenta que tuvo urgencia de agredir a Ucrania con su deficiente ejército convencional porque dicha nación pretendía ingresar en la OTAN, lo que suponía un peligro para Rusia. Pero no se conoce que ningún país de la OTAN haya agredido a Rusia hasta la fecha. Por el contrario, dentro de esta Alianza Atlántica, hay quejas porque sus miembros gastan menos recursos en defensa militar de lo que sería prudente. Algunos poquísimo menos, como España, aunque su presidente procure ser más visible en la televisión.
Se sabe de países, como Suecia y Finlandia, tradicionalmente neutrales y pacíficos, que desean integrarse en la OTAN a la vista de los acontecimientos en Ucrania, pero no se sabe de ninguna nación soberana que aspire a aliarse con la patria de Putin para sentirse más libre y seguro. No se conoce ninguna nación que, a uno y otro lado del Atlántico, se sienta alarmada por el riesgo de ser ocupada por fuerzas de la OTAN, pero hay varios países de la OTAN que demandan asistencia internacional para reforzar sus sistemas defensivos ante las amenazas de Putin. Los servicios de propaganda de Putin niegan cínicamente los rastros de sangre y destrucción que dejan a su paso sus ejércitos y pretenden hacer creer al resto del mundo que son los ucranianos quienes se dedican a automasacrarse para perjudicar la imagen inmaculada del príncipe del Kremlin cuyo primer ensayo de guerra relámpago fue un fracaso que se estudiará en las escuelas de guerra para saber cómo no se deben formar columnas logísticas en kilómetros de carretera. Estas circunstancias no impiden que alguna potencia europea miembro de la OTAN se resista mucho a renunciar a suministrarse del gas con cuya venta financia sus caprichos el príncipe Vladímir. La solidaridad occidental también tiene sus puntos débiles, sus egoísmos y sus cobardías, mientras en Mariúpol contemplamos con admiración una resistencia numantina.
Hay peñas de amigos de Putin, como en los viejos tiempos de Stalin había asociaciones de amigos de la Unión Soviética, gente mal informada, sobornada o simple mala gente. Que si intentan influir en la política se convierte en gente indecente. Lo intentan a través de las redes sociales y a través de medios creados para intoxicar servidos por grupos putinescos. La guerra de Ucrania está sirviendo para desenmascarar a los propagandistas de un falso pacifismo que se pavoneaba de su “no a la guerra” cuando suponían que Estados Unidos promovía cualquier intervención o mediación pero relativizan las masacres de Ucrania como si las dos partes fuesen iguales y todos fuésemos culpables de la atroz agresión del tenebroso príncipe del Kremlin que se cree injustamente desahuciado de sus atribuciones imperialistas internacionales.
El mundo libre tiene que hacerse a la idea de que la seguridad de que disfrutábamos ha pasado por dos largos capítulos de paz. El primer capítulo, tras la II Guerra Mundial, fue el llamado de Guerra Fría cuando se evitaba a toda costa el enfrentamiento directo entre las dos grandes potencias enfrentadas por la disuasión del armamento nuclear como amenaza de destrucción mutua asegurada. El segundo capítulo, con la política de no proliferación nuclear desbordada en la práctica y la aparición de factores plurales de enfrentamientos violentos se desarrolló acotando localmente los conflictos armados con el predominio de una diplomacia de apaciguamiento que fue posible una vez que la desaparición del “Telón de Acero” borró la enemistad ideológica entre bloques y la sustituyó por competiciones económicas o científicas a la vez que actuaban organismos internacionales globales, fundados en la primacía de los Derechos Humanos. Vladímir Putin ha cerrado este segundo capítulo con la reaparición de la guerra imperialista para proyectar su predominio más allá de sus propias fronteras. Es una vuelta al pasado que condiciona un futuro, hoy por hoy, incierto.
Estamos viviendo el final del segundo capítulo que se cierra con una agresión que se planificó como guerra relámpago y lleva camino de convertirse en una peligrosa guerra de larga duración e imprevisible desenlace. No se sabe hasta donde podrán mantener los ucranianos sus combates defensivos que se alimentan con la superioridad moral de quien lucha por el suelo patrio ni hasta donde la soberbia del príncipe Vladímir le llevará a usar sus armas más peligrosas desbordando los límites del conflicto, hasta llegar a un punto de inflexión en que los países fronterizos con Ucrania se sientan amenazados por la química o la radioactividad y demanden pasar de la ayuda a la beligerancia. Sería un trance crítico universal al que nadie quiere llegar, ni en la OTAN ni en la misma Rusia, donde a nadie conviene una hecatombe mundial. Vladimir Putin sería el responsable más infame ante el mundo y ante su propio pueblo si las consecuencias de su degradación moral revientan la seguridad de nuestro planeta.
El desenlace de este atroz conflicto en el centro de Europa refuerza la necesidad de fortalecer la OTAN como mayor sistema de alianza defensiva y contrapeso ofensivo si fuese inevitable. Cuando el conflicto actual haya terminado, según sea su desenlace, se deberá replantear un nuevo largo capítulo para devolver al mundo la seguridad que le ha robado el príncipe del Kremlin con su mentalidad de vuelta al pasado de la geopolítica intimidatoria y expansionista. Será un tercer capítulo de paz si una política valiente es capaz de superar con inteligencia los desastres de una guerra dirigida por un hombre militarmente incompetente, encumbrado en la cúspide de un Estado poderoso sin contrapesos democráticos efectivos.