Compromiso social y ético del cura Julián Torre Marroquí
Por JOSÉ RAMÓN SAIZ
NO recuerdo bien cuando llegó el sacerdote Julián Torre Marroquí, natural de Guriezo, a la villa de Cartes, mi pueblo natal, pero creo que fue en el tiempo que el papa Montini dio un impulso definitivo al Concilio Vaticano II que había convocado su predecesor, el pontífice Juan XXIII. Con apenas treinta años, llegaba a Cartes -después de una corta experiencia parroquial en San Pedro de las Baheras- a cubrir la vacante dejada por Salvador Porras, que había optado por ir a misiones a América, sucesor del legendario Prudencio Sainz Villa que ostentó el arciprestazgo y la parroquia de San Martín durante algo más de medio siglo. Julián Torre llegaba en un momento de transición en la iglesia, que intentaba en España dejar atrás el nacional-catolicismo para asumir las reformas conciliares propiciadoras de movimientos innovadores y de modernidad, además de una nueva conciencia cristiana.
Evoco el nombre de Julián Torre Marroquí por su reciente fallecimiento, después de muchos años de sacerdocio y enseñante en el barrio Pesquero, territorio de un cristianismo de compromisos y retos sociales que en su tiempo representaron Miguel Bravo y Guillermo Altuna, labor continuada con su propio estilo por Alberto Pico con el que don Julián trabajó codo con codo en los últimos treinta años. A este barrio modesto, necesitado de muchas demandas, llegó cuando presentaba déficits sociales de importancia. Aquejado desde joven de una dolencia que podía cortarle la vida en cualquier momento, no se retiró en busca de una paz bucólica para su inquieto corazón. Decidió pasar de Cartes –donde ejerció durante quince años con algún que otro sobresalto- a un barrio de trabajadores del mar que precisaban de apoyo social y humano.
Como párroco comprometido, don Julián se metió de lleno en el conocimiento de una villa que siglos antes dominaba tierras y sometía vasallos, de la que queda como reliquia los arcos de sus torreones. Un tiempo –avanzados los años sesenta- en el que nuestra vida de escolares discurría a través de aguas inocentes, pacíficas y tranquilas. Sólo sabíamos de nubes y tormentas cuando aparecían en el cielo o recibíamos un castigo. Acudimos a una escuela de la que retengo con frescura los viejos pupitres con manchones de tinta y, al fondo, el Jesucristo crucificado entre los retratos de Franco y José Antonio que presidían nuestro aula, además de un viejo mapa de España con sus provincias coloreadas sobre el que nuestro maestro, Demetrio Alonso Domingo, nos hacía aprender de memoria los afluentes de los ríos, los cabos y los golfos. Eran aquellos tiempos de necesidades y esperanzas, de vestidos negros de la gente mayor del pueblo y los velos, también oscuros, de las mujeres a la salida de misa.
De don Julián recuerdo que llegó a Cartes con un talante desconocido hasta entonces, abriendo a todos su biblioteca personal que contaba con títulos que algunos podían considerarse subversivos desde la visión del régimen imperante. De sus quehaceres parroquiales, podía afirmarse que cumplía con sus obligaciones tradicionales de misas y procesiones, poniendo toda su atención en una juventud que, a su juicio, no precisaba saberse de memoria el catecismo, sino ejercer con hechos el compromiso social, la solidaridad y la justicia. El entorno en esos años era duro y exigía a los comprometidos luchar desde sus posibilidades para conquistar horizontes más abiertos y justos.
No lo sé con certeza porque entonces éramos ajenos a lo que ocurría, pero Julián Torre estuvo con un grupo de sacerdotes –en la comarca evoco los nombres de Ernesto Bustio y Roberto Reglero, párrocos de Somahoz y Riocorvo-Cohicillos, respectivamente- que mantuvieron afinidad con el movimiento cristiano más avanzado y que como sacerdotes jóvenes defendieron, en un contexto de dictadura, la abstención al Referéndum de 1966, la protesta sobre el estado de excepción de 1969, y la Ley Sindical desarrollada a partir de 1967. Todo este movimiento de curas jóvenes, que discurrió paralelamente a la vida de la Hermandad Obrera de Acción Católica ( HOAC), constituyeron una referencia en los focos de descontento desde el movimiento cristiano con la defensa del derecho a huelga, los sindicatos libres y, en general, el respeto a la dignidad humana desde una clara visión de libertad.
Sin querer y sin buscarlo, alguien superior puso a prueba a aquel sacerdote de Guriezo. La huelga de Nueva Montaña Quijano, en Los Corrales de Buelna, promovida por la HOAC en los años finales de los sesenta, terminó con despidos de personas comprometidas con la justicia social. Los nombres de los ocho o diez técnicos que perdieron el empleo y, de alguna manera, fueron expulsados de su derecho al trabajo, se ha diluido con el paso del tiempo, pero fueron héroes que en tiempos difíciles y de penalizaciones, defendieron su derecho y el de los demás a una justicia soberana. Algunos de aquellos huelguistas en tiempos de Franco –para cuyo ejercicio se necesitaba de mucho valor y convicciones- se unieron para formar una cooperativa e instalar un taller metalúrgico en Cartes. Sólo encontraron pegas y dificultades del poder político local y provincial, surgiendo en estas circunstancias el valiente protagonismo de Julián Torre Marroquí que apoyó su causa dirigida a dar de comer a sus familias. Por sus acciones, por decantarse a favor de los oprimidos, se le identificó por el régimen como cura político y conflictivo.
Esta página de su biografía la escribió don Julián con renglones firmes y trazo coherente. Aguantó el envite en aquellos inicios de los setenta en los que el régimen siguió con sus leyes autoritarias, y cuando abandonó la villa de Cartes aquella cooperativa-taller era una realidad después de superar circunstancias adversas. Digamos que en aquella parroquia se hizo un cura que maduró desde sus afanes siempre inconformistas en la búsqueda de justicia y dignidad, que supo anticiparse a los nuevos compromisos y retos sociales del concilio.
Ya llevaba más de una década en el barrio Pesquero, cuando se le concedió un premio de valores humanos y sociales que llevaba el nombre de José Ramón Toribio. Como siempre me eligieron mis antiguos compañeros de escuela para ofrecer el homenaje. Es probable que el texto siga perdido entre papeles, pero tengo la seguridad que sobre su figura y protagonismo afirmé su compromiso social, su valor humano y un demostrado ejemplo cívico. Probablemente hablé más de esta voluntad, que de rezos y procesiones. Eran tiempos de conductas valientes desde la reflexión social de curas que como don Julián eran conscientes de su identidad con una doctrina cristiana comprometida con los más desfavorecidos. Aquel gesto de homenajearle cuando habían pasado bastantes años de su marcha de Cartes, representó un acto que venía a respaldar lo que su magisterio cristiano, de gran compromiso social, significó en tiempos en los que precisamente no era fácil levantar la voz y proclamar la verdad. Desde la convicción de estos valores de fe en la persona, transcurrió la vida de este defensor adelantado de nuestra causa por la liberación.
* Escritor. Doctor en Periodismo.
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